Manuel Azaña (Alcalá de Henares, 1880-Montauban, 1940) fue una de las figuras políticas y culturales más portentosas del siglo XX español.
Admirado e incluso idolatrado por sus millones de partidarios que lo convirtieron en el símbolo de la Segunda República, tuvo enemigos encarnizados entre militares, obispos y terratenientes porque consideraban, entre otras cosas, que había sido un traidor a su origen de clase burgués y se había pasado al otro bando.
Esos adversarios de Azaña, comenzando por supuesto por el general Franco, intentaron con saña borrar su memoria durante la larga dictadura, de tal manera que su trayectoria política y su obra literaria fueran sepultadas por el olvido. La llegada de la democracia, muy tibia durante la Transición, tampoco reivindicó como se merecía a aquel líder que luchó por la libertad, la justicia y la igualdad y era capaz de congregar a decenas de miles de personas en sus mítines.
Ahora, poco a poco, el inmenso legado de Azaña se abre camino en un país tan desmemoriado como el nuestro. Afortunadamente las nuevas generaciones se aplican cada día más a cumplir una de las últimas voluntades del político: «Si alguien cree que mis ideas puedan ser útiles, que las difunda».
Han tenido que pasar 80 años desde la muerte de Manuel Azaña en un triste hotel del sur de Francia, perseguido por la Gestapo y por la policía franquista, para que por fin varios acontecimientos culturales recuperen, descubran y defiendan su excepcional importancia para nuestra historia reciente.
En primer lugar, una amplísima exposición en la Biblioteca Nacional, que estará abierta hasta el mes de abril, muestra tanto la más desconocida faceta del intelectual, autor de una extensa obra literaria que abarca desde la novela al teatro pasando por el ensayo y el periodismo, como la talla indudable del estadista.
Más allá de esta iniciativa, que ha contado con el respaldo del Gobierno y ha sido comisariada por la historiadora Ángeles Egido, recientes novedades editoriales han colocado encima de la mesa dos libros fundamentales para comprender a Azaña. Uno de ellos es la reedición de ‘El jardín de los frailes’ (Nocturna Ediciones), una novela sobre sus años juveniles en un internado de los agustinos en El Escorial.
El otro libro significa un doble y muy interesante descubrimiento, ya que se trata de la semblanza que Josefina Carabias, una de las periodistas pioneras en la profesión, dedicó al dirigente republicano con el muy ilustrativo título de ‘Azaña. Los que le llamábamos don Manuel’ (Seix Barral). Carabias rememora en este ameno texto, escrito en 1980 poco antes de fallecer y a medio camino entre el reportaje periodístico, la biografía y la literatura, los intensos años republicanos y se acerca no tanto al político, sino al hombre que se escondía tras el mito de Azaña. Rebatiendo la fama de personaje antipático y soberbio del que fuera ministro, primer ministro y presidente de la República, Carabias se unió a un grupo de extraordinarios periodistas de aquella época, como Manuel Chaves Nogales o Paulino Masip, que apoyaron con sus plumas aquellos esfuerzos reformistas de Azaña que fueron al final ahogados en sangre. Periodistas como Josefina Carabias también intentaron que el país se gobernara «con razones y con votos y no con calumnias y fusiles», como pidió el líder republicano.
Artículo original de Miguel Ángel Villena https://www.levante-emv.com/