Docente de Historia del Derecho en la Universidad de Granada y con un máster en Derecho Constitucional por la de Sevilla, Rubén Pérez Trujillano (San Roque, 1991) habla de su libro Jueces contra la República: el poder judicial frente a las reformas republicanas con una ternura y discreción que puede llegar a ser conmovedora. Y no tiene motivos para ello porque es una inédita radiografía en alta definición del sabotaje judicial que padeció la II República desde el minuto uno de su nacimiento por parte de un estamento disidente y conspirador que, amparado en su función de contrapoder, actuó con todos los recursos a su alcance contra aquel proyecto de Estado laico y profundamente social. Pérez Trujillano desbroza decenas de sentencias dictadas por jueces y magistrados de distintas audiencias y tribunales del país en temas decisivos entre los convulsos años treinta y el golpe franquista que, este sí, liquidó definitivamente los sueños de libertad en España. “Se ha escrito mucho del ruido de sables pero poco del de togas. El Poder Judicial desempeñó un papel análogo al de los militares para acabar con la II República”, asegura. La semejanza que pueda encontrarse entre aquellos magistrados y los que hoy imparten justicia no es una coincidencia. “En ambos casos se aprecia la existencia de operadores jurídicos que anteponen su concepto de ‘unidad patriótica’ y sus valores ideológicos al derecho, las libertades y los poderes democráticamente elegidos”. Sentencia.
En su libro analiza el papel que desempeñó la justicia ante las reformas políticas que emprendió la II República. ¿Cuál fue su comportamiento?
Si algo caracterizó a la República es que estableció un régimen constitucional en sentido estricto. Es decir, la Constitución aprobada en 1931 tenía un valor normativo que debía ser aplicado por una administración de justicia al que se reservó un papel decisivo en la construcción institucional del nuevo Estado. Los jueces y fiscales, por lo tanto, estaban llamados a desempeñar un protagonismo estelar en el cumplimiento, custodia y protección de toda la batería de derechos que, por primera vez en la historia, se empezaban a reconocer a la ciudadanía española. Hablo del laicismo, del autonomismo regional, de la función social de la propiedad de la tierra, del divorcio. Por lo tanto, el Poder Judicial fue el gran interpelado de la II República. Sin embargo, su decisión fue no acompañar esos cambios.
Algunos podrían decir que la República intentó utilizarlo, que no respetó su independencia. Usted apunta que actuó como una fuerza opuesta a las reglas y principios del nuevo régimen.
La Constitución republicana estableció que la justicia debía ser un poder público con independencia funcional pero también que estaba supeditada a ella. Esta observación no gustó a buena parte de la magistratura que consideró que, detrás de esa subordinación constitucional, se escondía un intento de someterla a la voluntad del gobierno. Personalmente, no creo que fuera así. Hay muchas pruebas de que actuó, efectivamente, como una fuerza opositora a las reglas republicanas y democráticas que intentaba implantar el nuevo régimen.
¿Por qué se convierte en un poder disidente?
Porque la mayoría de los jueces seguían aferrados a una manera de aplicar el Derecho y de entender el poder claramente preconstitucional. En su cultura jurídica primaba un orden superior de valores que podían coincidir o no con el ordenamiento constitucional republicano. De esta manera, terminaron vaciando la relevancia normativa de la Constitución del 31 y la dejaron reducida a un texto meramente orientativo.
Indudablemente, este comportamiento produjo graves contratiempos al reformismo republicano que necesitaba a la justicia para hacer cumplir y proteger los nuevos derechos. Yo diría que el poder judicial cortocircuitó el régimen. Se ha escrito mucho del ruido de sables pero poco del ruido de togas que socavó la República española.
¿Qué intereses defendían aquellos jueces?
Fue el garante de un orden tradicional antiparlamentario y culturalmente católico, que respondía a unos intereses bastante centralistas, españolistas, burgueses. Ellos se encargaron de llenar de religión cualquier concepto jurídico indeterminado o que contuviera alguna resonancia moral. Esta era la fisonomía del Poder Judicial en los años de la República. La finalidad de todo esto era frenar, desde los tribunales, la revolución social que suponían que traía aparejada la II República. Este planteamiento coincidiría con el cliché franquista o criptofranquista que luego se impuso, según el cual la República era sinónimo de revolución y había que detenerla como fuera.
¿Esa manera tan conservadora de actuar fue uniforme en todo el estamento?
Hay que ser cauteloso con esto porque no existían órganos de expresión, revistas, foros, congresos, asociaciones que nos permitan saber hoy cuál era el espíritu corporativo de una manera clara. Esto no sucede en la actualidad. Ahora podemos acudir a los comunicados de la Asociación Profesional de la Magistratura o de Jueces y Juezas para la Democracia para hacernos una idea del grado de politización de la judicatura. En realidad, la única manera que tenemos de estudiar el periodo de la república es acudir a la propia jurisprudencia, en cuyo lenguaje jurídico aparecen connotaciones concretas para identificar los elementos ideológicos que definen la actuación y el espíritu del estamento judicial. Y lo que parece evidente es que la administración de justicia en España funcionó de manera vertical y muy jerárquica durante el primer tercio del siglo XX. El motivo hay que buscarlo en que la carrera judicial y la fiscal funcionaron unidas durante mucho tiempo. Es decir, una persona podía ser juez un año y al siguiente era nombrado fiscal. Por lo tanto, no se aprecian grandes disonancias entre las sentencias que podía dictar la Audiencia Provincial de Cádiz y las de la Audiencia Provincial de Madrid o del Tribunal Supremo.
Ante esa posición hostil de la judicatura contra el reformismo republicano, ¿por qué el gobierno no renovó la cúpula judicial?
Hicieron cambios en su funcionamiento pero no fueron suficientes. Por ejemplo, se democratizaron algunas esferas judiciales, se restauró el jurado popular eliminado por la dictadura de Primo de Rivera y se estableció el principio de nombramiento por elección popular directa de una parte de los jueces municipales. También se aceleraron las jubilaciones de algunos magistrados como una forma de depuración encubierta.
El ministro de Justicia del primer gobierno republicano, Fernando de los Ríos, un socialista que conocía perfectamente a este estamento porque era catedrático de Derecho político, decidió implantar la fórmula de la República de Weimar, invitando a los jueces y fiscales que vivían el reformismo como un conflicto de conciencia a que se jubilaran de manera anticipada con la garantía de que sus derechos económicos serían respetados y de que no habría represalias. Sin embargo, su impacto fue limitado, casi testimonial, aunque buena parte del Tribunal Supremo que provenía de la dictadura de Primo de Rivera, incluido su presidente, pudo ser renovado. El problema es que no había recambios. No encontraron jueces, magistrados y fiscales con los que fletar la nueva maquinaria judicial.
El golpe de Estado de Sanjurjo en 1932 muestra al gobierno republicano la dimensión del problema interno. ¿Por qué reaccionó con tanta tibieza?
Aquel pudo ser el momento de mayor peligro al que tuvo que enfrentarse el régimen, al menos hasta 1934, en medio de un ambiente de creciente efervescencia republicana y de desconfianza hacia el poder judicial. La decisión del gobierno fue dar pasos hacia adelante para consolidar el nuevo estado de derecho mientras intenta mitigar los deseos revolucionarios que empezaban a mostrar algunos sectores populares. En esta crítica tesitura, se adoptaron medidas en relación al Estatuto de Autonomía de Catalunya y a la reforma agraria tan demandada a nivel social, pero dejaron pendiente la depuración del Poder Judicial en su globalidad. Puede decirse que no se atrevieron. Cuando deciden hacerlo ya era demasiado tarde, porque comienza la Guerra Civil.
¿Qué posición adoptaron los jueces ante el levantamiento militar franquista?
Gran parte de ellos se pasaron al bando de los sublevados. Ese fue el momento en el que el Gobierno republicano entiende que no le queda más alternativa que abrirse a la justicia revolucionaria que, aunque parezca exclusivo de la situación política de la España de entreguerras, se vivió en otros países europeos durante aquella época. En Alemania, por ejemplo, ocurrió lo mismo tras la proclamación de las repúblicas consejistas. Una de las cosas que los revolucionarios alemanes descubrieron fue la dificultad que conllevaba la creación de una administración nueva y una burocracia capaz de asumir tareas complejas como la judicial.
Entonces, ¿los tribunales y juzgados trataron de hacer encallar la República con sus interpretaciones sobre las reformas?
Fue algo más que un contrapoder respecto a la estructuración de la República. Yo sostengo que tuvo un papel análogo al de los militares. Actuaron con una doble vara de medir según el tipo de procedimiento y la ideología de la persona juzgada. Fueron escrupulosamente garantistas en casos como el de José Antonio Primo de Rivera, que no fue procesado porque gozaba de inmunidad parlamentaria, pero no lo fueron, por ejemplo, con los diputados socialistas involucrados en las huelgas revolucionarias de Asturias de 1934. Todos fueron procesados, entre ellos Largo Caballero, y los que se libraron, huyeron al exilio, como Indalecio Prieto. Aquella persecución inquisitorial llegó hasta Manuel Azaña, a quien organizaron un proceso desquiciante, incluso para el entonces presidente de la República, Alcalá Zamora, que llegó a calificarlo de barbaridad. Al final todo quedó en nada, pero fue un aviso de sus intenciones.
Si fueron capaces de montar ese tipo de procesos contra figuras republicanas, ¿hasta dónde llegaron con las clases populares?
Repitieron la lógica. No actuaban igual contra un movimiento anarcosindicalista o una revuelta de campesinos hambrientos que contra pistoleros falangistas que iban a manifestaciones a pegar tiros o que directamente organizaban y perpetraban atentados. Cuando los reformistas republicanos y socialistas decidieron solucionar el problema con la aprobación de leyes destinadas a exigirles responsabilidades por los desafueros cometidos en el ejercicio de sus funciones, se produjo el golpe de Estado de 1936.
Y esas leyes no llegaron a aplicarse.
No. Como tampoco lograron modificar el sistema de nombramiento del presidente del Tribunal Supremo, que entonces ostentaba un jurista abiertamente conservador llamado Diego Medina García. Este magistrado trabajó para que las inercias que tenía el aparato judicial, más propias de la dictadura de Primo de Rivera y de la Restauración, se perpetuaran. Fue obligado a abandonar su cargo por la tibieza que mostró a la declaración de lealtad al régimen republicano que el gobierno exigió al personal de la Administración de Justicia tras el golpe de Franco.
En su investigación también recoge la influencia que ejerció la iglesia en las decisiones judiciales.
Es que muchos jueces elevaron la moral católica a moral judicial. Hay sentencias redactadas con conceptos teológicos muy claros. La comunicación que mantenían magistrados, obispos y arzobispos pone de manifiesto la existencia de una estrecha colaboración entre el aparato judicial y el poder eclesial. Esta subordinación sirvió para atajar las medidas secularizadoras de la Constitución del 31. La más polémica fue la decisión de disolver la Compañía de Jesús para sustraer la educación de las manos de la Iglesia y poder desarrollar así la libertad de enseñanza. Pero el Poder Judicial logró convertirla en agua de borrajas maniobrando para que los religiosos pudieran prolongar sus tareas docentes a través de empresas y asociaciones privadas. Y no sólo eso. También impidieron la confiscación de bienes eclesiásticos al tolerar el alzamiento de bienes en nombre de ciudadanos particulares, algo que estaba penado. De hecho, entre esos particulares estaba José María Gil-Robles, el gran líder de la CEDA.
Sabotear la reforma agraria de 1932 fue una de prioridades de los jueces y fiscales. ¿Qué consecuencias tuvo para la II República?
Pese a que el Gobierno decidió poner su ejecución en manos del Instituto de Reforma Agraria, lograron bloquear la revisión de los alquileres rústicos y dispararon los desahucios de agricultores y colonos, lo que incrementó la conflictividad social en todo el país hasta extremos dramáticos. El incidente más grave sucedió en Catalunya, después de que el Tribunal de Garantías Constitucionales anulara la Llei de Contractes de Conreu, aprobada en 1934 por el Parlament, mediante la cual se permitía a los rabasaires convertirse en propietarios de las tierras que cultivaban, a cambio del pago de una indemnización a los terratenientes. Esta anulación fue el detonante de la proclamación del Estado catalán dentro de la República Española por parte de Lluís Companys. Una revuelta que concluyó con el arresto del president de la Generalitat y de todo su gabinete, que fueron condenados a 30 años de prisión.
La autonomía regional que empezaba a conformarse en aquellos años colisionaba con el centralismo del aparato judicial.
Sí, pero lo que es indudable es que la Constitución de la II República reconoce autonomías regionales aunque no habla en ningún momento de pluralidad nacional ni de soberanía regional. Pero tampoco se puede olvidar que la República se proclama antes en Barcelona que en Madrid. Es decir, se proclama antes la República catalana que la República española. Esto no es un detalle menor porque da cuenta de la existencia de dos afirmaciones soberanas, de dos proclamaciones republicanas solemnes y de dos procesos constituyentes. Lo que ocurre después es que, de manera muy inteligente y astuta, se terminan coordinando estas dos energías, pero esto está en la carta fundacional de la República. Todo un concepto que, de manera fulminante, terminó siendo vaciado, primero por parte de los órganos judiciales y después por el Tribunal de Garantías Constitucionales, que no era una corte de justicia con todos sus atributos, sino una especie de Senado, compuesto por representantes políticos, que actuaba como correa de transmisión del sistema judicial.
Cualquiera podría encontrar similitudes con el comportamiento actual del Poder Judicial respecto al legislativo y al ejecutivo. ¿Cuál es su opinión?
Sí, en tanto en cuanto se aprecia la existencia de operadores jurídicos que anteponen su concepto de ‘unidad patriótica’ y sus valores ideológicos al derecho, las libertades y los poderes democráticamente concretados en el ordenamiento constitucional. Esto también sucedió en los años republicanos, pero a día de hoy quizá se ha producido una mejoría técnica y el discurso no es tan descarnado.
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Artículo original Gorka Castillo https://ctxt.es/