MARTÍNEZ SAURA, Santos
"Secretario de Manuel Azaña". Por Isabelo Herreros
[La Unión (Murcia), 1909-Ciudad de México, 1997]
A comienzos del año 1935 Manuel Azaña regresaba a Madrid desde Barcelona, una vez que el Tribunal Supremo había acordado su libertad, gracias en parte a los buenos oficios del gran jurista Ángel Ossorio y Gallardo, tras su injusto encarcelamiento por el gobierno de las derechas. Antes de la vuelta a la actividad política, junto a su esposa, Dolores de Rivas, pasó unos días de descanso en Badalona, en casa de su gran amiga Margarita Xirgu. Una vez en Madrid retoma el ex presidente de gobierno el contacto con la dirección de su partido, Izquierda Republicana, a fin de dedicar todos los esfuerzos de la organización a recorrer toda España, para propiciar alianzas y acuerdos, con la finalidad de rescatar el gobierno de la República de las manos de quienes estaban afanándose en destruir todo lo que se había hecho de modernización, libertades y justicia social durante el primer bienio.
Una de las primeras decisiones que tomará Manuel Azaña será la de nombrar secretario particular suyo a Santos Martínez Saura, un joven funcionario y estudiante de medicina, a quien conocía del Ateneo de Madrid y de las tertulias literarias de La Granja El Henar y el Regina. Se produce el relevo en el cargo, que no era retribuido, del poeta Juan José Domenchina, que lo había ejercido durante la etapa de ministro y presidente de gobierno de Azaña. Se daba la circunstancia de que Santos Martínez no era de la vieja guardia de Acción Republicana, si no que procedía del Partido Radical Socialista de Marcelino Domingo, pero en el ámbito más cercano a Manuel Azaña no causó sorpresa alguna, por la ya antigua amistad que les unía a todos con el joven ateneísta, a quien se le conocía por el alias de “planchadito”, por el peinado a la moda de la época y el vigoroso cabello negro que tuvo hasta avanzada edad.
Santos Martínez, con arraigo familiar en Cartagena, había nacido en La Unión, Murcia, en 1909, y, tras realizar sus estudios secundarios y la preparación para aspirar a la Universidad marchó a Madrid, con la finalidad de estudiar Medicina. Precisamente sería en la universidad madrileña donde haría amistad con uno de sus profesores, Juan Negrín, una relación que sería importante en los años de la guerra y el exilio. A su llegada a Madrid, en 1928, se incorporará al Ateneo de Madrid y al sindicato estudiantil FUE, lo que le llevará también a la militancia política y a la lucha contra la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Estas actividades le acarrean un período de prisión en la Cárcel Modelo madrileña, y a su salida el destierro. Su liberación total y regreso a Madrid no pudo producirse hasta la proclamación de la República. Precisamente, como consecuencia de su confinamiento en Cartagena, fue testigo, tal y como tiene contado en sus Memorias, de la salida de España del Rey Alfonso XIII la noche del 14 de abril de 1931; las paradojas de la historia harán que años más tarde sea también testigo de la marcha al exilio de otro Jefe del Estado, Manuel Azaña.
Fue precisamente en los círculos donde se conspiraba contra la dictadura donde conoció a Manuel Azaña, así como a otros intelectuales de la época con quienes trabó amistad: Luis Bello, José Díaz Fernández, Antonio Espina, Federico García Lorca, Amós Salvador, Cipriano Rivas Cherif y Ramón del Valle Inclán, entre otros.
Durante el bienio negro sufrió también la represión, como tantos miles de republicanos y socialistas. Tras el escandaloso encarcelamiento de Manuel Azaña se unió a Cipriano Rivas Cherif en la activa campaña organizada para que se excarcelase al ex jefe de gobierno, por entonces diputado y presidente de Izquierda Republicana, preso a bordo del crucero Sánchez Barcaiztegui, surto en el puerto de Barcelona, acusado de haber instigado las revoluciones asturiana y catalana de 1934. Obtenida la liberación del dirigente republicano, Martínez Saura pasaría a ocuparse de la secretaría particular de Azaña y a encargarse también de la seguridad de este, que en aquellos años sufrió más de diez atentados contra su vida, por parte de sicarios a sueldo del gobierno de las derechas, o del propio Juan March, tal y como quedó acreditado en más de un procedimiento judicial. En estas funciones continuó durante la campaña de “Discursos en campo abierto” a lo largo de 1935, y que culminaron con el multitudinario mitin de Comillas en Madrid el 20 de octubre de 1935. Su sentido crítico y perfeccionista fue fundamental para lograr que todo estuviese bien organizado, y también para que la prensa se hiciese debido eco de toda la actividad del gran dirigente de las izquierdas españolas. En sus memorias podemos encontrar referencias a su papel como mediador con dirigentes del Partido Socialista, gracias a la buena relación que mantenía con muchos de estos, en algunos casos por ser buenos colegas del Ateneo o de la Universidad.
Tras la victoria del Frente Popular pasó a desempeñar la secretaría particular de Azaña en la presidencia del gobierno, y después en la presidencia de la República, en una secretaría compartida en los primeros meses con su también amigo el teniente coronel Juan Hernández Saravia.
Conocido el alzamiento militar, fue Martínez Saura quien aconsejó al Presidente trasladarse al Palacio Nacional, desde la residencia veraniega presidencial de El Pardo, por considerarlo más seguro. El fiel secretario fue quien se haría cargo entonces de la seguridad de la casa presidencial, por la sospecha de implicación en el golpe de algunos mandos subalternos de la escolta, siendo su primera y urgente medida desarmar a la unidad de la Guardia Civil llegada a Palacio para “proteger” al presidente; de igual manera, ordenó que el antiguo Regimiento Inmemorial del Rey número uno, que también se había desplazado a Palacio, se reintegrara a su cuartel, por no ser de su total confianza los mandos de ambos destacamentos. Desde el Palacio Nacional pudieron ser testigos de una de las primeras refriegas de la sublevación, la del asalto por parte de milicianos y militares leales al Cuartel de la Montaña, a escasa distancia de la presidencia de la República.
En la misma cercanía al presidente se mantuvo durante todo el periodo de la llamada Guerra Civil, acompañando a Manuel Azaña en las distintas residencias que tuvo a lo largo de aquellos años, de igual modo en todos sus desplazamientos y en la preparación de todo lo concerniente a la parte logística previa a los célebres cuatro discursos del presidente durante la guerra. Durante los primeros meses de la sublevación, con una represión incontrolada en la retaguardia republicana, llevó a cabo delicadas tareas humanitarias por mandato del presidente de la República, como fue la de liberar a varios frailes agustinos, de la comunidad de El Escorial presos en Madrid, hasta conseguir su paso a Francia.
También vivió con el presidente el lamentable asedio del Parque de la Ciudadela, cuando una de las milicias enfrentadas, la de adscripción anarquista-poumista, tuvo sitiada la sede del Parlamento catalán, sede provisional de la Presidencia, y en suyo interior estuvo secuestrado Azaña y sus ayudantes hasta la resolución de aquel bochornoso conflicto entre antifascistas. Durante aquellos días finalizó Manuel Azaña la redacción de su obra La velada en Benicarló. Acompañó igualmente al presidente durante el periplo previo al final de la guerra, siendo igualmente testigo del paso de la frontera de los cuadros del Museo del Prado, cuidados con mimo por el gran héroe de la salvación de nuestra pinacoteca nacional, el pintor Timoteo Pérez Rubio, amigo de Santos Martínez desde que pasaban juntos veladas en la casa de don Ramón del Valle Inclán, del que eran vecinos el pintor y su esposa, la escritora Rosa Chacel, en la madrileña Plaza del Progreso. Un día 5 de febrero de 1939 cruzó junto al presidente la frontera con Francia; en los dos casos sería para siempre.
Exilado en México en diciembre de 1939, consiguió muy pronto adquirir una posición profesional relevante en el campo de la cinematografía, llegando a ser director de los Teatros Nacionales. Esta situación privilegiada, además de su prestigio como empresario sin tacha, le sirvió para cultivar buenas amistades tanto en el mundo de la política como en el de la prensa. Utilizó siempre sus buenas relaciones para favorecer a compatriotas exiliados caídos en desgracia, o a compañeros que en España sufrían prisión. Tuvo proposiciones para ocupar cargos más importantes, pero su patriotismo exacerbado le impidió renunciar a la nacionalidad española, algo que era condición sine qua non para desempeñar determinados cargos públicos.
Presidió varios años el Centro Republicano Español, alternando su actividad política con la literaria y las columnas de opinión; colaboraba en importantes diarios y revistas hasta poco antes de su muerte. Defensor incansable de la República Española y de la figura de Manuel Azaña, no dudaba a veces en embarcarse en polémicas en la prensa, cuando creía que se faltaba a la verdad o se tergiversaba la historia de España. A veces la controversia era librada con exilados españoles como contendientes, a los que reprochaba o bien connivencia con los representantes oficiosos en México del régimen franquista, y para ello había realizado todas las comprobaciones de rigor, o haber abdicado de sus convicciones republicanas o socialistas. Sus firmes convicciones republicanas fueron las que le impidieron regresar a España a la muerte del tirano, al considerar que la transición a la democracia se hacía con demasiadas concesiones por parte de la oposición democrática, con impunidad para los crímenes del franquismo y con renuncias inasumibles e indignas, y para las que no estaban en absoluto facultados ni Carrillo ni González. Es decir, la traición a la legitimidad del régimen y la bandera que el pueblo español se había dado el 14 de abril de 1931.
Notables personalidades del país lo distinguieron con su amistad, como el mismo Presidente Lázaro Cárdenas del Río, Isidro Fabela, Francisco Martínez de la Vega y Jesús Reyes Heroles.
Tuve el privilegio de conocer a Santos Martínez y disfrutar de su amistad a lo largo de varios años, por lo que, en la década de los noventa, en muchos casos viajaba a México con la única y exclusiva obligación de pasar unos días, de la mañana a la noche, con quien era testigo privilegiado de cuanto había acontecido en la política española de los años treinta, y, aún más relevante, con la persona que había acompañado a Manuel Azaña en los días del triunfo y también de la adversidad, en un cargo de leal secretario hasta más allá de la muerte del presidente.
Santos Martínez Saura dejó una importante obra, Memorias del Secretario de Azaña, dedicada, casi en exclusiva, a su periodo de secretario del presidente de la República Española, con reflejo literal de cuanto vivió junto al gran estadista e intelectual. En ellas incluye también testimonios de importantes personalidades de su tiempo, como José Giral, Miguel Maura o Antonio Machado. Otra obra suya importante es Espina, Lorca, Unamuno y Valle-Inclán en la política de su tiempo, semblanza del papel de estos intelectuales, a quienes conoció, en el crítico período de la Segunda República Española.